-Espacio Literario: Ifigenia (Teresa de la Parra) y la Ironía de la Pose-
En esta oportunidad, quiero inaugurar un espacio en mi Blog al que titulé "Espacio Literario", en donde estaré eventualmente compartiendo "cosas diversas"escritas por mí: poesía, relatos, ensayos sobre otros textos, o comentarios críticos. Quiero que los "distintos" sectores que componen mi vida se concilien, y aunque este sea un blog dedicado a mi carrera como cantautor, quisiera incorporar a esa "vida del cantautor" mi discurso escrito y mi escena pedagógica, pues la literatura (y la enseñanza de la misma) es otro arte al que me dedico, muy cercano a mi esencia como cantautor.
Para comenzar, hoy comparto un ensayo que escribí para la Maestría en Estudios Literarios, la cual estoy cursando actualmente; específicamente para el curso "De la parodia y sus poderes críticos", dictado por la Profa. Florence Montero (Coordinadora de la Maestría, y actual Directora de la Escuela de Letras UCV). Mi texto versa sobre la novela Ifigenia, de Teresa de la Parra, reflexionando sobre las máscaras que confecciona una señorita como María Eugenia Alonso para mostrarse ante el mundo familiar, tradicional, moral y social caraqueño, en un entorno permanentemente examinador de sus conductas.
Espero a quienes hayan leído la novela les resulte provechoso, y quienes no lo hayan hecho, lo hagan pronto. Teresa de la Parra es considerada una de las escritoras más emblemáticas de nuestro país (Venezuela), y muchos de los retratos que pintó con su pluma sobre nuestra sociedad permanecen vigentes en nuestra "psyque colectiva".
Grevik Francisco Lecuna.
Lic. en Letras
Maestrando en Estudios Literarios.
Cantautor
Ironía
de la pose: el juego entre la identidad, la aprobación y la complacencia, en Ifigenia,
de Teresa de la Parra.
"…Sentí que semejante actitud debía darme un aspecto de absoluta
despreocupación, y balanceaba el pie con estoicismo, con orgullo y con convicción.”
Ifigenia, Teresa de la Parra.
1.
Mujer, juventud, tedio y autobiografía: la ruta que nos señala el título.
Teresa de la Parra con solo el título de
su novela nos sitúa frente a varios asuntos provechosos para esta aproximación
al proceso de construcción de la identidad de la protagonista; esta se
desenvuelve dentro de un entorno social que inhibe muchos de sus anhelos, y
para el cuál va a construir una colección de máscaras destinadas, casi todas, a
la complacencia.
El primero de los asuntos a los que aludo,
a través del título, es el ejercicio metaliterario
que hay en la obra (“Diario de una
señorita”). Nos situamos frente a una novela en la que se pone de
manifiesto la reflexión propia (de su protagonista) sobre el acto de escribir
como una necesidad expresiva. Sin embargo, además de focalizar el asunto del
acto creador, al tratarse de cartas y diarios, el espacio de la creación
literaria se convierte para María Eugenia Alonso en un espacio de la confesión,
de lo íntimo. Es entonces cuando esta narración intradiegética (y también
homodiegética) supone un recurso que visibiliza las ideas y emociones del
personaje, sus pensamientos en relación a sus actos, sus contradicciones
internas, la forma en la que sus discursos entran en tensión con los de su
entorno; pero sobretodo, llama la atención la manera en la que con el
transcurrir de las páginas, la protagonista va paulatinamente desdiciendo sus
discursos iniciales, sus ideales de vida (los que creía que eran sus ideales),
evidenciando que en cierto sentido el proceso de construcción es también una
deconstrucción, y que el acto de formación de una apariencia siempre emerge de
las más íntimas revelaciones del ser.
Otros dos asuntos a los
que también nos orienta el título de la novela serían la adolescencia (“señorita”) y el tedio (“escribió porque se fastidiaba”). El
primero alude a nada menos que un período cambiante y temperamental
caracterizado por el reconocimiento y evolución del “yo”, con sus transformaciones
constantes que nos hacen sugerir que una María Eugenia de otra edad podría
ofrecernos desenlaces muy distintos a los que conocemos. El segundo asunto nos
lleva a un estado de la psyque ideal
para la creación literaria (al que universalmente debemos mucho), pero que
también está profundamente vinculado al entorno social que moldea y que
construye: la monotonía rutinaria que caracteriza la vida caraqueña de esa
mujer joven que se desenvuelve en el estrato socioeconómico al que María
Eugenia Alonso pertenece.
El cuarto y último asunto, es la alusión
al mito griego escogido (dentro del mundo ficcional del personaje) por nada
menos que nuestra protagonista, a modo de autorretrato, comparándose con el
personaje mítico que siente que la identifica. Tal alusión, cabe destacar, que
es tomada en cuenta como una referencia a ese amplio catálogo de imágenes que,
como esta, María Eugenia despliega a lo largo de toda su ficción autobiográfica:
princesas cautivas, actrices, pianistas, heroínas, mártires, personajes
míticos, y otras damas a las que admira y cuyas esencias elige para pretender
formar también la suya, con ayuda de su pluma. Precisando entonces, la autora nos ofrece
la ironía desde la portada, así como la invitación a sumergirnos en la psygue de su protagonista como lo
hiciera Stendhal en Rojo y Negro, o Shakeaspeare en Hamlet (que además, también
maneja el juego metaliterario).
2.
María Eugenia, la ironía y el espejo que la hace ciudadana de dos
mundos.
En consonancia a los
planteamientos anteriores, tenemos pues que la adolescencia (de temperamento
cambiante) es un factor determinante en las variaciones discursivas que
evidencia en la escritura de su diario Maria Eugenia, que son a su vez el
testimonio de esa búsqueda de sí misma y de la construcción de la propia
identidad. En esta interviene el espejo al que ella tanto frecuenta para
admirarse y vestir su cuerpo de artificios, mientras éste le entrega en retorno
la desnudez de sus miedos. Al respecto, María Malaver en su tesis doctoral Ifigenia:
Espejo, cuerpo e identidad escribe:
“Al igual que Narciso, María Eugenia empieza
a sentirse deslumbrada por su reflejo, y ama algo incorpóreo, sin embargo ese
espejo le sirve como espacio de la revelación, por eso la noche de la huida no
puede materializar el cambio de su propio yo, no puede dar el salto hacia la
realidad que hay fuera del espejo y se deja atrapar por el miedo.”
(Malaver,2008:62)
Este planteamiento que nos hace
Malaver sobre la María Eugenia desdoblada, duplicada y habitante de dos
realidades, nos puede llevar a conectar con los que hiciera Victor Bravo en su ensayo Ironía, vértigo del sentido. Al respecto, Bravo expone:
“El
sentido común se extenderá en una suerte de ciego existir de lo cotidiano, y la
mirada irónica se extenderá en el estremecimiento de una más profunda visión,
en certeza de que el hombre, como lo señalara Kant, es ciudadano de dos
mundos.” (Bravo,2007:71)
Tal parece que esta dualidad
presente en María Eugenia, en su proceder o dudar, en su “ser o no ser”, es la ironía
esencial del personaje que la hace, en muchos sentidos y en diferentes escenas,
“ciudadana de dos mundos”, que muy bien pudieran ser el mundo del “ser” y el del “deber ser”, o el del “ser”
y el del “parecer”. Es en este punto
en donde adquiere protagonismo el asunto de la pose.
3. Ironía
de la pose: entre sus pocas máscaras de rebeldía, y sus mil máscaras de
complacencia
“¡Ah! Es curiosísimo,
¡la poca influencia que tienen nuestras convicciones sobre nuestras conductas!
Yo creo que, en general, nuestras convicciones están hechas más bien para
aplicarlas a la conducta de los demás, porque es entonces cuando aparecen con
todo el esplendor de su honradez: sólidas, arraigadas e inquebrantables. En
cambio, cuando se trata de nosotros mismos, como en el caso presente, nuestras
opiniones o convicciones toman al instante la flexibilidad de la cera, y se
acomodan y modelan maravillosamente sobre los más caprichosos accidentes de
nuestra conducta.” (De la Parra,1924:105)
La Real Academia Española nos ofrece
dos definiciones de la “pose”: una como “postura
o posición en la que se coloca una persona que va a ser fotografiada o
retratada”; y otra como “actitud
fingida o exagerada que adopta una persona en su comportamiento y con la que
pretende causar determinado efecto”. A María Eugenia Alonso, quien (como
anteriormente se dijo) gusta de homologarse a personajes míticos, princesas
cautivas, mártires, actrices y otras damas a las que quisiera parecerse, ambas
definiciones parecieran ajustárseles tan bien como el Trousseau y el Vestido de
novia, de los que se hablará posteriormente.
Recién
enviada la carta a Cristina de Iturbe, María Eugenia manifiesta su deseo de
seguir escribiendo, y desde este momento ya manifiesta también la conciencia de
saberse autora de unos actos que no coinciden con las ideas que dice o cree tener. ¿Pero no estaría entonces esta discordancia señalada
por la desarmonía existente entre esos dos mundos que habita María Eugenia?,
tal vez cabe entonces asumir en este punto el hecho de que la mirada social
influye, como en cualquier identidad, en la que la joven protagonista va
construyendo, además del modo en el que dicha influencia va a llevarla a la
confección de sus pocas máscaras de desafío, y sus mil máscaras de
complacencia. Al respecto, Foucault dice:
“La práctica de la
identidad no se consolida sin la multiplicidad de relaciones sociales que
pueden servirle de soporte.” (Foucault en Torras:2007:46).
Son
muchas las escenas de Ifigenia que podríamos traer a colación en las que se nos
ponen en evidencia la contradicción entre convicción y conducta, entre
pensamiento y acción. Pero sobretodo, es importante ver la forma en la que la
mirada social oprime su esencia, empujándola a una inhibición que María Eugenia
disfraza a ratos de disimulo, y a otros ratos de pretensión. En este sentido
María Eugenia, en quien vemos muy presente el juego de lo teatral, se nos
muestra como una especie de actriz que prepara guiones y vestuarios para hacer
su aparición frente a un público en el que busca generar alguna reacción.
Tales
planteamientos se nos hacen visibles, por ejemplo, en la escena de la visita a
la casa de Mercedes Galindo, en la que De la Parra hace uso nuevamente del
recurso del espejo, esta vez multiplicado. En esta escena vemos la interacción
de una María Eugenia que ha ensayado y pulido sus maneras para mostrarse, como
una actriz de teatro sobre el escenario de la casa de Mercedes, frente a un
público maravillado (en distintas formas) de su interpretación. Tales espejos
multiplicados de la casa de Mercedes parecieran hablar no solo de la
magnificación de su propia autopercepción, sino también de la proyección del “yo” sobre las miradas aduladoras de los
presentes. Es la multiplicación, también, de la recepción plácida, satisfecha y
admirada de la imagen social que ha proyectado la protagonista, de su respuesta
gestual. Con esto queda sellado una suerte de pacto ficcional, ese que interviene en el teatro de la vida social, en el que el público espectador ha
juzgado convincente y placentera la actuación de la protagonista.
Todo esto
resulta en nada menos que la relación existente entre la aprobación y la
complacencia. Es poner sobre la mesa la importancia que da la mujer joven a la
mirada de los otros, a la exposición a los riesgos, a la crítica, a la
sociedad. Y María Eugenia (quien encarna a un prototipo de mujer de determinada
edad, clase y entorno) le teme mucho a esa mirada social, a esa mirada del “otro” que penetra en la propia
interioridad del ser, del “yo”. Sobre
la concepción de ese “otro” en sí
mismas Javier Meneses, en su obra Ifigenia, entre la subversión y sumisión
en la Venezuela de comienzos del siglo XX, escribe:
“En nuestras
escritoras hay una concepción de identidad del otro en sí mismas, un concepto de nación, del ser venezolanas, que
se ve en las imágenes (…) existe un estado cohesivo de identidad; y aún, cuando
permanece en apariencia en un estado de fragmentación o anquilosada, el
determinismo presente en una Ifigenia, es el inicio de todo un modelo
paradigmático que rige –según Lipovetsky- el lugar y el destino social de la
mujer.” (Meneses,2008:5).
Tal vez resulte fácil en una
situación conveniente (o en un escenario conveniente) complacer a un público
cuando el actor o actriz encarna un papel con el que se siente cómodo; sin
embargo, en eso que anteriormente llamamos como el “teatro de la vida social”,
Teresa de la Parra nos muestra a través de María Eugenia la incomodidad de
ciertos papeles y caracterizaciones que derivan en una crisis de la identidad
(como se evidencia en la escena de la noche de la huida).
4. La
construcción de la imagen de la esposa como la configuración de la realización
femenina dentro de la sociedad.
Si
en algo consiste el modelaje, es en el arte de la pose. A sus anchas en las
calles de París, María Eugenia encontró placidez y confort en el acto de imitar
el modelo de mujer parisina, encontró seguridad en sí misma a través del
arreglo personal, y la propia felicidad en el dinero que le fue dado y que
destinó para la inversión en artificios que constituían, con sus modales
adquiridos, la suma de lo que buscaba transmitir, proyectar en su llegada a
Caracas (a través de una pose bastante bien ensayada). No obstante, el
reencuentro con Caracas le genera un choque, pues la imagen transmitida a sus
familiares no es la que esperaba proyectar. Es entonces cuando van haciendo
aparición otras modelos y otros modales para imitar en ese tránsito de formarse
y encontrarse a sí misma; durante dicho tránsito la imagen del matrimonio va
configurándose en cada una de ellas como un asunto de realización de la vida
femenina dentro da la sociedad.
El
primer modelo con el que María Eugenia hace contacto es el de María Antonia, la
esposa de Tío Eduardo. En ella se ven reflejados varios asuntos que, como
joyas, van adornando la corona de reina con la que se autoproclama la mujer que
ha consumado un matrimonio que le permita asumir una posición socialmente
conveniente: la dignidad, la obediencia, el carácter, la dependencia, el recato,
la moral, la decencia, la conducta “irreprochable”, el honor matriarcal.
“Una mujer honrada y
que se estima, no puede andar sola en París ¡porque se ven horrores! ¡Horrores!
(…) Cuando yo fui a Europa recién casada, me distraje muchísimo: ¡Como se distrae
la gente decente, eso sí! ¡Eduardo me cuidaba muchísimo! Eduardo no me llevó a
jamás a ciertos teatros donde ahora van muchas niñas suramericanas; Eduardo no
me dejaba salir sola; Eduardo no permitía de ningún modo que bailara; ni que
tuviera intimidad con nadie; ni que me pintara, ni que me pusiera vestidos
indecentes…” (De la Parra, 1924: 39)
De
esta manera, el personaje de María Antonia hace un retrato bastante realista
sobre la conducta femenina dentro del matrimonio en Venezuela, y que es a su
vez nada menos el reflejo de lo que va a ser también la familia; por tanto, se
va construyendo en ese retrato el rostro de una cultura familiar y social del
venezolano en la época. Uno de los aspectos más resaltantes del (auto) retrato
que hiciera María Antonia, no es solo el de la mujer dependiente del esposo,
sino el de la placidez de hallarse dentro de dicha circunstancia, la cual es
considerada como “lo correcto”. Y aunque, inicialmente, María Eugenia va a
rechazar y renegar de este modelo, el conjunto de valores que promueve María
Antonia representa un complejo cultural bastante arraigado, del cual María
Eugenia encontrará rastros y signos dentro de sí misma, de su propia conducta y
también, incluso, de sus propias convicciones (las que duermen inicialmente
bajo el idealismo de la joven, y despiertan posteriormente sobre el realismo de
la que se va haciendo mujer al acercarse la consumación del matrimonio).
Tía Clara vendría a ser el segundo
modelo, el de la solterona; una mujer cuya soledad gris, impávida y fantasmal,
esa soledad de no haber nunca consumado el matrimonio, deriva en su anulación,
su anonimato, una inexistencia que constituye nada menos que el fracaso social
femenino. Tía Clara es, por tanto, el prototipo de mujer al que María Eugenia
evita casi siempre parecerse. El arquetipo que representa Tía Clara rivaliza, o
se opone, al que va a representar Mercedes Galindo, quien más que modelo se
convierte rápidamente en objeto de admiración para María Eugenia, y en ejemplo
a seguir. Mercedes representa a la mujer culta y chic en la que París y su glamour han dejado una huella imborrable,
y a la que María Eugenia quisiera parecerse. Pero rápidamente, tal modelo pasa
a ser desmontado y deconstruido por las críticas de Tía Clara y Abuelita
quienes le guardan recelo por varias razones: una de ellas es el peso de un
rencor heredado a través de las generaciones, y la otra (cuyo argumento
adquiere una solidez casi irrefutable) por cargar con la cruz de un matrimonio
socialmente detractado, fracasado y de muy mala reputación.
En
este trío de modelos, donde la mujer configura su fracaso tanto por consolidar
un matrimonio inconveniente como por no consolidar ninguno, María Antonia (la
menos estimada, la menos liberal y la más dependiente) pareciera ser la única
ganadora. Mantiene una posición de respeto e influencia, ha consagrado una
familia de buen linaje, apellido y educación de la que se le considera digna de
representar. Además de ello, es ampliamente aprobada por Abuelita, (que la
considera “i-rre-pro-cha-ble”) quien,
más adelante, pasará a convertirse también en uno de los modelos más sólidos y
al que María Eugenia terminará por complacer para, posteriormente, adoptarle
como estilo de vida.
El
paso a través de estos modelos, la interacción social, el actuar sobre el
escenario del mundo y ser sensible a convertirse en blanco de críticas va hacer
a María Eugenia ir cambiando de talla. El Trousseau de seda, de apariencia y
textura afrodisíacas, el mismo que quiere llevarse en su huida hacia Gabriel,
cada vez se le ajusta menos. El carmín de Guerlain cada vez luce más fuerte, y
el espejo no devuelve sino miedos y temores. La tradición y la familia han
tenido más peso en María Eugenia que las calles de París; y la renuncia de la
huida pasó de ser conducta a ser también convicción. María Eugenia, en este
punto, ha reconocido que su alma y su cuerpo solo son de la talla de un vestido
con el que caminará al altar con un hombre al que no le gustan los escotes, y
al que además no ama, pero con el que consagrará una unión más sólida que la
que representan aquel frenesí de seda y las antiguas esmeraldas que, junto a
sus anhelos juveniles, formarán parte del ritual del sacrificio de Ifigenia.
“Las mujeres, hija
mía, hemos nacido para el perdón. El tesoro de nuestra indulgencia no debe
agotarse nunca, ni aun en medio de las más crueles espinas del sacrificio.” (De
la Parra, 1924: 63).
Bibliografía:
Bravo,
Victor (2007). El señor de los tristes y
otros ensayos: Ironía, vértigo del sentido. Monte Ávila Editores. Caracas.
De la
Parra, Teresa (1996). Ifigenia: Diario de
una señorita que escribió porque se fastidiaba (Tomo I y II). Monte Ávila
Editores. Caracas.
Malaver,
María Carmela (2008). Espejo, cuerpo e identidad
en Ifigenia (Teresa de la Parra. Caracas, 1924). Ediciones UAB. Bellaterra.
Meneses
Lira, Javier (2010). Ifigenia: entre la
subversión y la sumisión en la Venezuela de comienzos del siglo XX.
Biblioteca Virtual Universal. Madrid.
Torras,
Meri (2007). Cuerpo e identidad.
Ediciones UAB. Barcelona.
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